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lunes, 22 de abril de 2013

La historia de la humanidad y las falacias


“¡Eso son falacias! ¡Lo que ha dicho usted es una falacia!” dice cualquier político, ejecutivo, empresario o vecino del quinto en una reunión de la comunidad.

“Falacia”, esa forma culta de decir “mentira” con la que a muchos se les llena la boca para acusar a otro. Pero, ¿sabemos realmente lo que es una falacia? Nuestros argumentos, nuestras conversaciones están llenas de ellas; están ahí ocultas tras nuestras afirmaciones más rotundas.

El ser humano ya nació diciendo falacias: “¡Adoremos al dios rayo! ¡Adoremos a la diosa lluvia!”. Falacia de confundir lo inexplicado en la actualidad con lo inexplicable. Estaba un buen día el hombre prehistórico en la entrada de su cueva pintando mamuts, sables y hombres con lanzas cuando de pronto una luz cruzó el cielo mientras un manto de agua caía de sabía Dios dónde. Aquel día para ese hombre tal cosa era inexplicable y en su mente lo iba a seguir siendo siempre, así que requería una explicación paranormal y qué mejor que empezar a crear esos comodines en los que apoyarse cuando el raciocinio humano no alcanza a explicarse algo: dioses. Y así aquel buen hombre le hizo un hueco a Lluvia y Trueno al lado de los mamuts en la pared del hall de su hogar en Atapuerca.

El ser humano fue evolucionando y sus dioses complicándose. Y en algunas partes del mundo, como en esta que pisamos, hubo uno que fue ganando devotos que repetían fervientemente “Dios existe, de lo contrario la vida no tendría sentido”. Falacia de argumento de consecuencias finales: argumentos que se basan en una inversión de causa y efecto porque sostienen que es algo causado por el efecto último que tiene, o la finalidad de la que se sirve. Y unos cuantos locos, o unos cuantos cuerdos, decidan ustedes mismos, les gritaban: “¡Eso es una falacia!”, y los que defendían con uñas y dientes a aquel Dios dejaban sin uñas ni dientes a esos pobres locos, o esos pobres cuerdos. “¡Herejes!”, no podía ser una falacia, era la verdad indiscutible, decían aquellos señores de la Inquisición.

Por aquel entonces nació un individuo llamado Copérnico al que se le ocurrió decir: “Oigan ustedes, que el Sol no gira alrededor nuestro, que somos nosotros los que giramos alrededor suyo”. Y aquellos señores no podían admitir esa ruptura de su teoría religiosa medieval en la que el hombre era el centro del universo. Falacia de argumento de incredulidad personal: no podían explicar ni entender tal locura de la Tierra girando alrededor del Sol, con lo cual aquello no era cierto. Y a esta revolución científica que sacaba de quicio a algunos, le siguió otro individuo, un italiano llamado Galileo, que fue saltando de triunfo científico a triunfo científico como quien va de oca a oca hasta que un día afirmó: “Oigan ustedes, la Tierra es redonda y no plana. Ah, y Copérnico tenía razón”. Y de nuevo, la falacia de argumento de incredulidad personal y los señores de la Inquisición cayeron sobre un científico. Y fieles seguidores de la Iglesia condenaron también esas ocurrencias: “¡Tonterías, la Iglesia dice que es así, con lo cual es así!”. Falacia de argumento de autoridad: afirmar que algo es cierto porque la autoridad dice que lo es.

El hombre siguió evolucionando y se empezó a aburrir de discutir sólo de dioses y religiones y llegaron las ideologías, los partidos, y aquel concepto abstracto que sin manos ha acallado a tanta gente, sin voz ha desatado tantas guerras y sin armas ha quitado tantas vidas: la política. Y con ella montones de falacias. “Esta república es un buen sistema para el país” dijo alguien allá por los años 30. Y llegó un señor bajito y con bigote y gritó: “¡Eso es de comunistas! ¡Acabemos con ello!”. Falacia de pendiente resbaladiza: aceptar esa defensa la república no era ni coherente ni sostenible, porque aceptar esa posición significaba que el extremo de esa posición también debía de ser aceptado. Y eso de la república era de izquierdas y si aquel señor con bigote y sus secuaces seguían tirando del hilo ¡patapúm! Devorados por el comunismo. Pero lo que no sabían aquellos individuos era que las posiciones moderadas no conducen necesariamente hacia la pendiente resbaladiza al extremo. O igual sí que lo sabían, pero querían salirse con la suya. Y con armas y falacias lo consiguieron. “Mire usted, señor del bigote, mi vecino ha estado tomando café con Fulano, ese que luchó en el bando republicano, son amigos, eso es que él también es republicano”. Falacia non-sequitur, en castellano “no procede”, que se refiere a un argumento en el que la conclusión no se desprende necesariamente de las premisas, en otras palabras: una conexión lógica implícita cuando no existe. Y el vecino, que era un buen parroquiano falangista pero muy amigo del tal Fulano, era tachado de rojo y encarcelado. “Mire usted, señor del bigote, mi vecino no ve el nodo, es comunista seguro”. Falacia de falsa dicotomía: la reducción arbitraria de un conjunto de muchas posibilidades a sólo dos. Y el vecino, que se interesaba tanto por la política como por las moscas que rondaban su casa y al que el nodo le divertía tanto como dichas moscas, era tachado de rojo y encarcelado con el otro vecino. Todo era blanco o negro, si no se era X, se era Y, no podías ser A ni B ni C ni W.

El hombre continuó evolucionando y la política se fue alejando de lo bélico en estas tierras para acercarse a lo insulso y lo mediocre, tomando por bandera las falacias ad hominem y tu quoque. La primera: “Señor presidente, sus recortes han sido excesivos” a lo que dicho señor presidente responde a la defensiva: “Ustedes los nosequeistas tienen la culpa, por la herencia recibida”.  Y así muchos se escabullen de dar argumentos y explicaciones de por qué hicieron mal; falacia ad hominem: contrarrestar una acusación o reclamación mediante el ataque al oponente. La segunda: “Usted también”, tu quoque, “Mis medidas pueden no haber sido adecuadas, pero tampoco lo fueron las suyas durante su gobierno”. ¡Ah! A ver qué dice su oponente a eso. Así, la política a veces se compara con dos niños discutiendo en el recreo: “¡Eres tonto!” “¡Pues tú más” “¡No, tú!” o una discusión de pareja: “¡Me engañaste con Fulana!” “¡Sí, pero tu tonteabas con Mengano!”.





Y esta es la polémica historia de amor entre la humanidad y las falacias.


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